
Una habitación levemente iluminada, lo justo para que alcance las páginas del libro. Tres velas encendidas, una en una casita cuyas ventanas parecen las de un refugio en invierno, la segunda en un farol blanco y reluciente iluminando de medio lado el retrato de mi pequeño sobrino. En la mesa de centro, sobre los libros de fotografía, otra vela gasta su cera adoptando formas como si fuese un cuadro de Dalí. Una manta sobre mis piernas, como si estuviese viajando en un trineo a través de un cuento de Tolstoi y en la mesa, al lado de la vela, un plato con una taza de humeante infusión con una cucharada de miel. Leo y sonrío con las historias de esta novela que algún día os contaré, mientras en la noche otoñal, las voces del patio, de vez en cuando, me distraen del libro para hacerme fijar en esas otras historias de familias que cenan, de niños que ensayan con la flauta, de madres que cantan, de parejas enfadadas y de amantes a quienes no les importa gritar su encuentro a los cuatro vientos. Es martes y cierro el libro para respirar esta cotidianidad que me llena de vida. Gabon.