Ayer fue un día largo. Largo para una persona llegada a un lugar nuevo que, aunque no es la intención, tiene mucho que ver. Al preparar el viaje lo hicimos eligiendo un puñado de lugares a los que ir y el resto se trataba de pasear, dejarte llevar, ver, escuchar, sentir. Lo que no tuvimos en cuenta es que la corriente en la que te metes es agotadora.
Tras desayunar en casa, cogimos el metro abarrotado de gente que en veinte minutos nos dejó en Bloomsbury. Quería ver esa zona donde Virginia Woolf y su hermana habían conseguido reunir aquel grupo de intelectuales libres y con tantas preguntas. Más allá de un parque, solo fui capaz de imaginar a las dos hermanas paseando por allí, entre aquellas casas de verjas y puerta negra y hacer como solía hacer Virginia, acercarnos, poco a poco, al Museo Británico. En la entrada han dispuesto, en el yerbín frente al edificio, una carpa en donde la policía registra tus bolsos y te pregunta si llevas armas, como si en el caso que las tuviseses fueras a contestar que sí, que llevas una automática, dos machetes y unas cuantas bombas pegadas con cinta aislante a tu pecho. El caso es que, como era temprano, pasamos bastante rápido. Cuando salimos la cosa era ya otro cantar. La cubierta diseñada por Norman Foster es, sin duda, de lo mejor del museo. Ese enorme patio cubierto de acero y cristal e inaugurado en 2000 es espectacular. Como Ana ya conocía el museo, nos separamos y ella fue a visitar la exposición dedicada a Hokusai, el autor japonés de La gran ola de Kanagawa y yo me dediqué a recorrer las salas de Egipto, Grecia y Roma. Entrar y ver a unas cien personas rodeando la urna donde está la Piedra Rosetta sacándose selfies con ella, me dejó sin habla. El genero humano somo tan idiotas como para hacer eso y mucho más. Seguramente ni esta piedra, ni otra semejante, podría descifrar porqué a veces nos comportamos de manera tan ridícula. El caso es que me dediqué a pasear por las salas, sorprendiéndome con las cosas que hace la gente en un museo, maravillándome con las salas dedicadas a los Mármoles de Elgin, ese militar británico que decidió llevarse todos esos relieves y esculturas, más de la mitad que decoraban el Partenón. Sus fragmentos y partes que pueden ser admirados a escasos centímetros, posiblemente no fueron vistos jamás por los griegos que entraban al edificio en el que se encontraban, ya que estaban situados, en su mayoría, en la parte interior del templo, en las alturas, sin luz. Estos mármoles cubiertos en su momento de pinturas de vivos colores me serenaron profundamente. Las momias, sarcófagos y demás de Egipto, me asombraron del todo. Una cultura que no tenía miedo a la muerte, que trataba con ella de tú a tú, que convivía con ella. Ahora la muerte es algo incómodo que lo escondemos en una pequeña sala del tanatorio hasta quemar los restos para esparcirlos. Me hizo gracia observar a varios italianos indignados ante la cantidad de esculturas de la época romana que en su día, gracias a guerras, colonizaciones y batallas, fueron expoliadas de su lugar de origen. No quisieron caer en la cuenta que las esculturas, en su mayoría, fueron excavadas del norte de África, de Centroeuropa, de Grecia y de Turquía. Tampoco se dieron cuenta de ninguna expoliación al llegar a las salas de Egipto. Como curiosidad señalar que, en un ejemplo de visibilizar a la comunidad LGTBQI, han señalado todas las obras que se refieren a ellos. Ahí estaban, por ejemplo, Adriano y Antinoo, uno al lado del otro, como enseña de la libertad de amar, vivir y relacionarse.

Salimos del museo que para esas horas empezaba a estar lleno de gente, demasiada, y de japoneses, son tantos, y nos sentamos en una terraza a tomar un tentempié. De ahí nos fuimos acercando a la zona del parlamento. Viernes al mediodía y eso no era Shoreditch. Gente por todas partes aunque, la verdad, bastante respetuosa. Cada cual por su sitio y si acaso un sorry. Nos acercamos a Covent Garden, allí donde la elegante Hudrey vendía flores antes de aprender lo de «la lluvia en Sevilla es una maravilla». Ya eran cerca de la una y entramos a un super para comprar algo que poder comer en un parque. St James, entre Trafalgar y Buckingham, a la izquierda. La avenida que lleva al palacio de la reina estaba decorada de banderas británicas por todos lados, como si fuese a haber un desfile, aunque no sabíamos cuál. El caso es que, debajo de un enorme y hermoso árbol, de esos que hay en los parques ingleses, nos sentamos a comer. Me encantan los parques de Londres, los que he visto. Son espacios donde la gente disfruta, sin molestar al de al lado. Cada cual a lo suyo. Unos comiendo, otros jugando al fútbol, otros más mirando las flores y las ardillas, otros echando la siesta y descansando, pero sin molestar a nadie. ¿Por qué nos sorprende tanto esto cuando debería ser lo normal? Tras una breve siesta fuimos saliendo del parque. La zona de los cuarteles militares estaba con gradas, como para una exhibición de caballos, y policías por todas partes. Estaba claro que algo iba a haber. Pero no sabíamos qué.
Al salir del parque, mientras nos sentábamos en un banco a la orilla del Támesis, empezó a llover y de repente cayó una buena tormenta. Nos refugiamos en la entrada de un almacén, con varias personas. Ver llover tan fuerte, con ese olor tan profundo que empieza a subir de las entrañas de la tierra, mientras tu único quehacer es ver, oler y sentir, en silencio, es un descanso para el viajero. Pero el descanso acabó a los diez minutos y deambulamos un rato en busca de un bar donde tomarnos un té. Acabamos, sin querer, en una antigua iglesia reconvertida en teatro, con su cafetería propia en los sótanos. El St John’s Smith, con un programa, dedicado a la música clásica, de lujo. El caso es que la cafetería también está muy bien y ahí estuvimos echando el té, en este caso de las cuatro, con una tarta de zanahoria y otra de chocolate cojonudas de buenas. Salimos para ir hacia Westminster Abbey y pudimos pasear por las calles de atrás de la abadía, unas calles tranquilas, preciosas, con unas casas muy cuidadas, antiguas y con esos rayos de sol que caían sobre ellas tras la lluvia. Un momento muy tranquilo.

Me habían dicho que para visitar Westminster Abbey había dos posibilidades. O comprar la entrada y verla, sin más, o entrar a la función religiosa de las cinco en donde canta el coro de la abadía. Y ahí que nos fuimos. Al entrar nos avisaron que era una función religiosa y nosotros que of course. Nos pusieron en fila en la puerta donde suele entrar la reina a las celebraciones y tal y al poco avanzamos hacia la parte delantera, por un pasillo lateral. Cada paso que dábamos era una lápida de un escritor o músico famoso. Nos iban llevando a nuestros asientos como si se tratase del teatro y de repente nos vimos sentados en la parte delantera, a la derecha del altar mayor, esa parte del crucero donde se sientan señoras con corona y señores vestidos de uniforme de gala. Nos dieron un programa que era del servicio religioso y al leerlo casi nos caemos pa´trás. Pues va y resulta que ayer era el Día de la coronación, que esas cosas los ingleses celebran por todo lo alto. Esa era la explicación de las avenidas engalanadas con banderas. Por lo visto había habido un desfile por la mañana. En fin, que sin comerlo ni beberlo nos vimos en medio de una función con coro y boato que comenzó cantando, todos de pie, el God save the Queen, pero sin los Sex Pistols. Muy gore. Intenté y conseguí que no me diese la risa y canté el himno como si fuese un hooligan de England de toda la vida. El coro cantó unos cuantos himnos y salmos de Tallis y compañía, la señora pastora, que no era la de Ibardin, sino una señora con alzacuellos, esto es, una sacerdota, porque a mi lo de sacerdotisa me suena a Delfos y por allí, leyó unos pasajes, por lo visto, muy edificantes, rezaron por la reina, el duque, el prícipe y resto de vagos reales y terminó la función. Me dio tiempo para fijarme en vidrieras, techos, suelo de marmol, las lámparas encendidas en el coro de madera, los cantantes del coro con su hábito rojo y casulla blanca con cuello de goleta… Nos hicieron salir en fila de dos por el pasillo central y resulta que nos tocó de los primeros, con lo cual la sensación de ser un cabrón de la familia real fue absoluta. Pero yo, que para esto soy así, hice como si saliese de Westminster a ritmo de órgano por el pasillo central todos los días de mi vida. Mi amiga decidió hacer de marquesa o condesa, de esas que tienen una mansión en algún pueblo y le llaman casa de campo. Al salir saludé a la pastora, le di las gracias por el maravilloso sermón y me fui la mar de contento.
El resto del día se nos fue en Picadilli Circus, el Chinatown, el Soho, donde cenamos en un japonés como si hacía diez días que no hubiésemos comido gracias a que mi amiga creyó que los cuencos que veía en las fotos de la carta eran cuencos y no ensaladeras. La cerveza, acorde al tamaño de la vajilla, ayudó a pasar el trago. Nuevamente, paseando, se nos hizo de noche y llegamos a casa rendidos, no sin antes saludar a los vecinos de abajo, que regentan un bar y tiene una parroquia la mar de simpática. Mi amiga se puso el despertador para irse a correr y yo pensé que está loca, o medio loca, pero una loca muy maja, y con ese pensamiento me quedé frito.