en Shoreditch

(Continúa de la entrada anterior y está escrito en presente, porque lo escribí ayer)

En estas estábamos cuando una señora que tenía al lado se ha echado un pedo. Tal cual. Bueno, la verdad es que creo que se la ha caído. Igual había comido unas alubias blancas o quizás había tomado una copa de champagne del malo, vete a saber. El caso es que era un pedo muy fino, todo hay que decirlo, porque, a pesar de la sonoridad, porque se ha oído bastante, era de esos pedillos que no huelen, lo cual, dada mi cercanía al culo de la señora, ha sido de agradecer. Lo bueno es que la señora, en un vano intento por disimular lo indisimulable, se ha puesto a conversar conmigo en plan grandes amigos, cosa de la que ha desistido rápidamente debido a mi cara de no entenderle ni un ápice de lo que me decía y por mi expresión después de la sorpresa por la flatulencia. Y a mí, que para estas cosas tengo mucho respeto, se me ha puesto la cara como un tomate.

Los aviones low cost son como las villavesas. Llega una, se baja la gente e inmediatamente se suben otras personas.Pero así, en plan rápido, rollo un Pío XII en año y medio. Eso sí, mis rodillas tocaban el asiento delantero y a pesar de los impracticables estiramientos he terminado con el codo del de la izquierda casi en el sobaco y la señora de la derecha pegándome de vez en cuando un rodillazo y sonriendo. Porque ese es otro de los temas. En los aviones, aunque no te enteres de lo que dice nadie, aunque no conozcas ni a pitxi, el truco consiste en sonreír constantemente. Es como, o debería ser como, la vida misma. Pueden pensar que eres un simple, o que eres un tío simpático sin más, o vete a saber, quizás crean que eres un alma libre que fluye en esta vida hasta encontrar en Nirvana.

Image by James Podolsey

Con una música de trompetas y fanfarrias, la compañía nos hace saber que hemos llegado a nuestro destino. Siempre hay alguien que aplaude, algo que, en esta ocasión hubiese hecho yo mismo, porque el aterrizaje fue como en plan llega una manada de búfalos a la granja. Desde que el avión tocó por primera vez la pista, hasta que se quedó quieto, dio varios botes al principio en plan el saltamontes en fiestas de Atarrabia, cuando llegó a la curva que tenía que dar pensé que íbamos a derrapar… Pero llegamos. La gente hace caso omiso al aviso de que no pueden utilizar los móviles hasta que no se salga del avión, otros deciden coger todas sus cosas los primeros, a pesar de que sí o sí, van a tener que esperar a que salgan todos los que tiene delante o detrás antes que ellos, etc. El de mi izquierda decidió hacer en ese momento el cambio de monedas en su cartera, de euros a libras y para ello bajó su mochila de arriba y le dio a una señora en la cabeza. Sonrisa y oh sorry, no pasa nada.

Aunque pienses que en los aeropuertos hay que ir a donde va la gente, en plan todos vamos a lo mismo, somos un equipo, pues no, va y resulta que no. Mi amiga Ana y yo hemos acabado en la fila de los brittish para entregar el pasaporte y claro, nosotros que somos basques, después de veinte minutos de cola haciendo eses interminables, hemos tenido que dar la vuelta cuando el amable señor que cuidaba el rebaño nos ha dicho que de eso nada, que nosotros no somos súbditos de su graciosa majestad y que pa´trás. Ese ha sido el momento que he aprovechado para perder la visera que me había quitado convenientemente porque el que mira el pasaporte o DNI te tiene que reconocer y porque en esa sala del aeropuerto el sol no estaba pegando fuerte. Así que me he puesto de mala leche dos minutos y después de unas respiraciones he decidido que esa pérdida no me iba a quitar el buen rollo que llevaba hasta entonces. Respiraciones y listo. Así que otra media hora en la fila, en plan isla de Ellis y entramos en England.

Image by Ambitious Creative Co.

En 45 minutos llegamos en tren a la estación de Liverpol Street, cogemos un metro y salimos a la calle, a dos manzanas de donde nos alojamos. La casa bien, como en las fotos, que no es moco de pavo. Un cambio de camiseta y a por unas pintas. Damos un paseo de unos veinte minutos y empezamos a callejear por Shoreditch. Esta zona es como un montón de calles en plan Matesa, de ladrillo rojo, pero viejo, del siglo XIX, con todas sus bajeras reconvertidas en bares, tiendas de ropa, de diseño, galerías de arte. Grafitis por todas partes, algunos verdaderas obras de arte. Muy chulo. Muy chulo como turista, claro. Imagino que a la gente que vivía aquí anteriormente, o la que quede viviendo con unos precios cada vez más altos, pues no les parecerá tan chulo. Gentrificación. Esa palabra que aprendimos hace años y que creímos que se aplicaba en las grandes ciudades, pero la vemos más cerca y en nuestra propia casa cada vez más a menudo. Reconozco que una parte de esta revitalización me ha gustado, porque no es esta una gentrificación globalizadora. No hay McDonalds, ni nada por el estilo. Son pequeños negocios, de gente que en su día decidió hacer un negocio, pero que imagino, no viven por ahí. Terminamos en un restaurante de una familia china de Sechuan, amables, como casi todos los chinos, pero con ese punto extraño que tienen. Una comida excelente. La gastronomía asiática marca los menús de buena parte de Londres. Volvemos paseando, tranquilamente, cansados, hasta casa. En un minuto caigo rendido.

Publicado por Daniel

Ciudadano en alerta de un planeta que estamos aniquilando, en búsqueda permanente, enamorado de la escucha y del inmenso silencio. Todo por escuchar. Lecturas escogidas, siempre.

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