Bienvenido a mi casa. Entre libremente. Pase sin temor. ¡Y deje un poco de la felicidad que trae consigo!
Sigo haciendo respiraciones intentando apaciguar este ánimo violentado en la última semana más que de costumbre. Si la escritura ha sido en muchas ocasiones un bálsamo para canalizar sensaciones y emociones, en esta ocasión una vocecilla y algún compañero me han aconsejado, encarecidamente, que dejase pasar unos días, que observase y tomase distancia, si es que eso es posible estando en el epicentro del terremoto, y que siguiese, siguiésemos, analizando. Y en esas estamos. Con lo cual, tampoco hoy escribiré sobre la falta de seriedad de algunos compañeros de viaje en la Iruñea del cambio. Me queda la tranquilidad de saber que, a pesar de las dificultades, el cambio conseguido a base del trabajo de miles de personas en las últimas décadas, es imparable.
El caso es que en estos días he estado leyendo una novela de finales del XIX, que se desarrolla a caballo entre Transilvania y Londres y que tiene como protagonista a un elegante señor que ni está muerto, ni está vivo, existe porque chupa la sangre de bellas jóvenes, niños rubios de pelos rizados e incautos paseantes nocturnos y que se retira a descansar en un ataúd. Su nombre es famoso, Drácula, su historia, esta que cuenta Bram Stoker en la obra, es la historia original, la que sucedió antes del cine.
A estas alturas quizás alguien dude de la conveniencia de tal obra en estos momentos ocasionados por el interés partidista y la irresponsabilidad de algunos, pero la verdad es que su lectura es una lectura que milagrosamente serena y logra introducirte por completo en el Londres del XIX y en la historia de un hombre atormentado, rechazado y sobre todo violento. Drácula no es el vampiro con capa negra y engominado hacia atrás al que el cine nos tiene acostumbrados desde que Béla Lugosi interpretó el papel allá por 1927, papel que mezcló con su propia vida, siendo enterrado con un disfraz de Drácula de esos que se compraban en Bazar J antes de que los chinos trajesen disfraces a precio de taller indio.
La novela se nos presenta y seguimos la historia que nos cuenta a través de cartas, telegramas, recortes de prensa y diarios de los protagonistas, salvo de Drácula que no tiene necesidad ni cuadernos suficientes para anotar su día a día en los últimos 400 años. El caso es que todo comienza con el viaje al castillo del señor conde de un joven abogado, enviado por un despacho londinense que lleva los asuntos del aristócrata sanguinario. Resulta que Drácula quiere viajar y asentarse en la ciudad del Támesis y para ello necesita poner en orden asuntos, papeles y demás. Claro que el pobre abogado, que se llama Jonathan Harker, empieza a observar cosas extrañas en su anfitrión, como que no le ve durante todo el día, que no come, que es muy blanco y tiene los labios muy rojos, que vive solo en ese inmenso castillo y que, digamos, lo ha secuestrado literalmente. En fin, que el pasante logra escapar (o le deja escapar) del castillo y de Drácula, el conde llega a Londres, mientras tanto una amiga de la prometida de Harker está cada vez más cansada, como con una abstemia primaveral de escándalo, algo que maravilla a los tres pretendientes que tiene, entre medio un loco muy loco se hace zoófago de moscas y arañas y un doctor alemán tiene que intervenir para intentar poner fin a todo el desaguisado que viene sucediéndose.
En 1992, Francis Ford Coppola dirigió la película que nos devolvió al común de los mortales la obra original de Stoker. Gary Oldman no es Béla Lugosi, pero para mí sigue siendo el mejor conde Drácula de la historia del cine. Aristocrático, elegante, tanto que casi deseas que venga a darte un mordisco.
Una novela para quien guste de originales, para todos aquellos a los que la noche les confunde, para paseantes de cementerios, para quienes disfrutan con un señor húngaro besándoles el cuello y para aficionados a esas epístolas victorianas que, a pesar de intentarlo, son irremediablemente lascivas. Muy indicado también para quienes necesitan tomar algo con perspectiva, tanta perspectiva como la que tiene el conde valaquio tras 400 años de intensa dedicación al arte de pasear, chupar cuellos y dormir.
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