
Siete de la mañana. Hace media hora que me he despertado sin importarle a mi cuerpo ni a mi cabeza que hoy sea sábado. Casi me da cosa levantarme, así que, después de unas respiraciones conmigo mismo, me dedico una hora a ordenar temas del ordenador. Desayuno tranquilo, ducha y a la plaza, al mercado del Ensanche. Es uno de los momentos más chulos de la semana, cuando entras en el mercado y te quedas un rato mirando el ajetreo de los puestos terminando de preparar el género, de las clientas y clientes comprando, hablando entre ellas. De los vendedores que aprovechan el último momento antes de que llegue el grueso de la gente, para tomar un café. Comprar en el mercado del barrio me reconcilia con la comunidad y con la vida. Comprar en el comercio local, entregando el dinero a cambio de producto local es una de las claves para el futuro de nuestras ciudades. Y fomentar las relaciones sociales entre vecinos y comerciantes. En el hiper difícilmente te atenderán con esa familiaridad que tiene comprar unas flores en el puesto regentado por las hijas de la señora que tenía otro puesto en la que tu madre y tu abuela compraban la verdura. Esperar tu turno mientras hablas con la vecina. Disfrutar viendo cómo el pescatero, con arte, te prepara una cola de salmón en lomos. Comprar un ramo de margaritas para casa mientras hablas del futuro del mercado con la florista. No saber elegir entre tres quesos de la zona y degustar los tres antes de decidirte, mientras el quesero se ríe diciéndote que compres tres trozos pequeños de cada. Y antes de salir, quedarte diez segundos en la puerta, mirando y escuchando la vida de tus vecinos y tenderos, que bulle con el ritmo de un sábado por la mañana. He disfrutado. Y me he vuelto a reconciliar conmigo mismo.