Acabo de terminar una película que es, sin duda, una de las más hermosas que he visto. Es una película japonesa, de Naomi Kawase, de 2015, que lleva por título Una pastelería en Tokio.
Un hombre que regenta un puesto de pastelitos. Una anciana que quiere ayudar a hacerlos. La magia de la sencillez en la acción. La hermosura de las pequeñas historias. La poesía de los detalles que hacen de esta vida un continuo descubrimiento. La delicadeza de las cosas bien hechas. La belleza de los cerezos en flor.
Cuántas lluvias y cuantos días de sol habrán visto estas judías
Sentaro es un hombre triste, que no sonríe nunca, que dirige una pequeña pasteleria que sirve dorayakis (que son unos pastelitos rellenos de salsa de alubias rojas y dulces llamada an). El negocio le va sin más y en esas está cuando una anciana, Tokue, se ofrece a ayudarle en su cocina, a lo que él, tras varios intentos de la señora, accede de mala gana. Pero resulta que Tokue va a demostrar tener magia en las manos cuando se trata de hacer an. Unas manos, por cierto, deformadas por una enfermedad degenerativa. Gracias a su receta secreta, el pequeño negocio comienza a florecer. Con el paso del tiempo, Sentaro y Tokue abrirán sus corazones el uno al otro para revelar viejas heridas.
La poesía que emana de esta película en la que se disfruta escuchando al viento mecer las ramas de los árboles, observando el proceso de fabricación de esos pastelitos japoneses o la dulzura en la visión de la vida que tiene Tokue, la hacen digna de ver en cualquier momento, preferiblemente cuando buscas la calma, la serenidad y la sencillez. Lo dicho. Tremendamente hermosa y totalmente recomendable. Yo la he visto en Filmin.
Por cierto, la música de David Hadjadj merece comentario aparte, con una banda sonora intimista y de una belleza tranquila con piezas sobre todo interpretadas al piano.
Dejar un comentario