A mis 16 años vi esta película tres días seguidos, lo recuerdo perfectamente. Fueron tres días en donde me emocioné, me llené de fuerza como para comerme el mundo, gocé con la sensibilidad que emanaba cada una de sus escenas y lloré al final de cada una de las sesiones. Tenía 16 años y la película estaba hecha como para mi, o por lo menos eso me creía. La película se llamaba y se llama El club de los poetas muertos.
Primera película del director australiano Peter Weir que traigo al blog. La cinta, protagonizada por el llorado Robin Williams, marcó una filosofía a mucha gente, con un carpe diem impertérrito en el espíritu de toda la película. «Aprovechad el momento», nos decía el profesor Keating, mientras los rostros de los antiguos alumnos nos miraban desde las ajadas fotografías. Aprendí que la forma de caminar puede indicarnos el estado de ánimo de una persona, empecé a leer a Shakespeare por culpa de El club de los poetas muertos y quise ir a una universidad que despidiese el día con un gaitero escocés tocando a orillas del lago. La banda sonora es de Maurice Jarre y utiliza, también, bastante música clásica. De hecho, la primera clase de Keating a sus alumnos, comienza con el profesor saliendo de su habitación y recorriendo la clase, para salir al pasillo ante la atónita mirada de sus alumnos. Mientras va andando entre las mesas, silba una melodía que no es otra que la Obertura 1812 de Tchaikovsky.
La escena que quiero comentar transcurre en el campus del elitista colegio, con Keating cargando una red de balones de futbol y seguido por toda la clase. Reparte unos papeles con frases de autoestima, pone a todos los alumnos en fila y se las hace decir entonando según el sentido de las mismas. Para acompañar el experimento pone un vinilo en un tocadiscos y suena una música llena de trompetas y timbales que es, nada más y nada menos, el Allegro de la Suite nº 2 de la Música acuática, HWV 349, de Handel. El último de los alumnos, Charlie, uno de los del club, grita expectante su frase «¡Ser verdaderamente un dios!!!» Veamos la escena:
La historia de esta música es, cuanto menos curiosa. Resulta que Handel pidió, en 1712, permiso a su patrón, el Elector de Hannover, para ir a Londres y poder hacer carrera allí. Con el éxito de sus óperas, Handel iba retrasando cada vez más su regreso y su patrón se fue enfadando cada vez con más motivo. Pero va y en un giro inesperado de los acontecimientos, al Elector de Hannover lo hicieron rey de Inglaterra en 1714 y se convirtió en Jorge I. Os podéis imaginar la cara de Handel cuando se enteró de que el cabreado de su patrón iba a llegar a Londres para ser nombrado rey. En fin, que ya en agosto de 1715, para una «sencilla» fiesta del monarca, en la que iba a subir por el Támesis en una barcaza, desde Whitehall hasta Limehouse para cenar, el compositor creó una música para ser interpretada por 50 músicos en una barcaza que iría al lado de la del rey. Vamos, como la radio del coche, pero a lo grande. A Jorge le encantó la música y al enterarse quién la había compuesto decidió, con buen criterio, que el mejor músico de Inglaterra, alemán como él, merecía el perdón real. Casi seguro que esta historia tiene mucha parte de leyenda, seguramente diseñada desde algún despacho palaciego para hacer ver la bondad de la realeza y su magnanimidad ofreciendo el perdón.
De las tres suites, dos están orquestadas con trompetas y trompas para ser interpretadas en el río y la tercera es más suave, para ser escuchada durante la cena. En 1717 se volvió a interpretar la misma música. De las versiones que existen me quedo con una, que es la de John Gardiner con sus English Baroque Soloists, en una grabación de 1991, para Philips. Es una versión que tiene diez músicos menos de los que cuentan que llevó Handel, pero, la verdad, es que queda bastante animado. Hay otras versiones… Pero no son tan inglesas.
Os dejo con la grabación del afamado bachiano, en este caso, interpretando a Handel: